Es indudable. Nuestros hijos nos miran todo el tiempo. De muy pequeños, nos admiran por todo y por nada y, según van creciendo, y como proceso evolutivo natural, nuestra imagen se va desdibujando un poco, hasta que llega la “bienvenida adolescencia”.

Parece que nos alejamos en ese momento de su proximidad y entorno. No nos escuchan y no nos miran de cerca, pero nos ven actuar, y seguimos siendo el ejemplo persistente que se graba a fuego en cada una de sus mentes y de sus corazones.

Yo me pregunto a menudo qué es lo que me une a cada uno de mis siete hermanos. Todos diferentes en gran cantidad de aspectos, pero hay un algo común en todos nosotros. Un hilo conductor, un referente.

Palabras, gestos, o sentimientos y emociones vividos que nos han dejado marcados para siempre.

Miro con cariño ese algo común. Sin duda, NUESTROS PADRES. Aquellos en los que cada uno se ha mirado, deseando corresponder a su compromiso y empeño de querernos y educarnos por encima de todas las dificultades y como misión número uno en la vida.

Deseo de todo corazón que igualmente nuestros hijos (extensivo a los alumnos) puedan mirarse en nosotros y percibir una clara imagen que les mueva a querer transmitirla a su vez a otros.

Lourdes Cano Plá

Profesora de Educación Primaria

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